lunes, 31 de enero de 2011

Cota de nieve, cota de luz

sábado, 29 de enero de 2011

Niebla

viernes, 28 de enero de 2011

La nostalgia.





Lo echo mucho de menos.
Muchísimo.

La mochila con más de 20 kilos perfectamente acoplada a la espalda.
La cantimplora burbujeando con cada paso casi indicando la cantidad de agua que quedaba.

Las vistas desde lo alto, desde lo más alto.

El prometerte aguantar una hora o 4 tramos de subida más. Cumplirlo.
El orgullo de llegar donde otros, antes de ni siquiera pensarlo, ni lo intentan.
Sacar el mapa del ejército de la espalda y hacer una equis más.

Respirar aire limpio.



Dormir al raso en verano y en alguna ocasión, en invierno, en un agujero en la nieve.
Dormir en el suelo y compartir hoguera y refugio con gente a lo que no volverás a ver.
Sorprenderte de que no te duele nada tras días de caminata.

Bañarte al amanecer en una garganta a -5ºC con agua fina. Suave.

Salirte del camino marcado y que nunca dejara de merecer la pena.
Olvidar todo y no echar de menos nada.
Y que la nada sea lo más cotidiano.

Saborear la comida recién hecha. Sin ninguna prisa.



Lavar la ropa casi anocheciendo y tenderla.
Montar la tienda al caer el sol y desmontarla antes de que amanezca.

Curarte las yemas en medio de alguna vía.
Y las rozaduras de las rodillas, y las del arnés, y las de alguna quemadura de la cuerda.

Sobre todo, escuchar al aire azotando las orejas.
Tu propio jadeo haciendo de marcapasos.
Y notar como se te hinchan las arterias en el esfuerzo.



He tardado años en identificar aquello y ponerle nombre.
Era escuchar la soledad, tocarla, olerla, saborearla.
Una soledad elegida, para desprenderme de cosas banales y superfluas.
Para aprender a distinguirlas en la distancia y saber disimular que lo sabes a la vuelta.

La primera vez fueron 15 días. Después 32 y 35.
En medio muchísimas escapadas cortas, desde horas hasta días.

No es que lo eche de menos, es que me hace falta.

Y no sé aún si me entiendes.




jueves, 20 de enero de 2011

Retrato


La mañana del día que hice esta, nos lanzamos, los que íbamos, a fotografiar a un "personaje" que nos encontramos en la puerta de una frutería. Quizás por su atuendo, su chaqueta de cuero, porque tenía sólo un diente, un cinturón de cuerda de pita, etc. Primero tímidamente, para ver si se dejaba. Luego más, porque no se quejaba e incluso sonreía. Mientras hacíamos las primeras fotos, un vecino nos explicó el por qué de aquellas pintas. Con sus propias palabras nos definió el síndrome de Diógenes que padecía el protagonista de tanto disparo. Y estos, no sé si en consecuencia o no, aumentaron.
Yo el primero, claro.
Pero de errores se aprende, dicen.

Durante todo el día me dió vueltas a la cabeza la situación, además de caer en la cuenta, que, los retratos callejeros de la mayoría de los aficionados a la fotografía (de los que somos mediocres), son siempre de gente rara: mendigos, barbudos, enfermos de cualquier historia variada, etc.
Nunca gente normal.
Haciendo alarde de arrugas, texturas de piel, suciedad social y demás cosas que no se sienten.
Exprimiendo sin entenderlo el blanco y negro o cualquier procesado dramático sin entender ni por qué se disparó, ni que se quiere contar, ni como lo vas a decir.

 Luego lo disfrazamos de fotodenuncia y listo, a la galería.

"El personaje apoyado en la puerta -pensé, mientras le daba vueltas- puede parecer de ese grupo para un urbanita"

Pero hice la foto. Porque este señor para mí es de lo más normal. Porque en mi pueblo, todos los mayores que conocí cuando pequeño vestían así. Mi abuelo vestía así, rebeca, gorra de cuadritos blancos y negros, pantalón de pana. También muchos de la generación de mi padre e incluso algún tío mío.
Yo soy de pueblo, no lo he negado nunca y creo que no lo haré, y reconozco a cualquier vecino mío ahí, esperando en la esquina a sus compinches para discutir del tiempo y demás cuentos o simplemente ver quien entra, quien sale o quien pasa.
No es una justificación para desmarcarme de lo primero.
Es una raya que hago en el suelo y dejo atrás, con promesa incluída, de no volver a cruzarla hasta que no fotografíe a gente normal y consiga algo decente.
Que no me tiraré al cuello del efectismo "fotodenunciador" porque sí, sin entenderlo ni sentirlo.
O eso espero.

viernes, 14 de enero de 2011

Un sitio para morir.


Me pregunto cómo supo el Emperador Carlos I de España y V de Alemania, que este paraje existía, cómo supo de la existencia de la Comarca de La Vera, de su tranquilidad y de su capacidad para curar los sentidos. Por qué eligió este lugar en lugar de otros de su Imperio. 
Hizo una buena elección, la Vera, además un buen sitio para morir, es un buen sitio para vivir. 
Lástima que Mordor haga frontera con ella, porque no es lo mismo, y estoy todo el día con los dientes largos.
Aunque  mis convecinos Mordorianos se empeñen en asegurarlo, no es lo mismo.
Ni de coña, vamos. 

Puerta cerrada.



Las puertas sólo sirven para decirles a los demás donde está lo que es tuyo y lo que es de los demás. Donde empieza tu territorio propio y exclusivo y donde acaba el compartido con los demás.
Así, te encuentras muchas que siempre están abiertas, igual que otras te las encuentras siempre cerradas. 
Me da a mí, que se puede conocer a quien vive en una casa por su puerta. 
Al menos, la parte de la manera en la que vas a ser recibido y tratado. 
¿O no?

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